Los peregrinos llegan tarde.

MONARCA, BANDIDO Y FRAILE

PARTE PRIMERA

original de

VICENTE MORENO DE LA TEJERA

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CAPÍTULO LXXXVI

Los peregrinos llegan tarde.

Larga y fatigosa es la retorcida cuesta que desde Monistrol conduce al monasterio.

Y como nuestros amigos tenían prisa por llegar, no tuvieron paciencia para recorrerla despacio.

Llegaron, pues, á la explanada que ocupa el monasterio, sudorosos y jadeantes.

Era la hora del crepúsculo vespertino.

El sol comenzaba á ocultarse, y si bien el cielo se teñía por Occidente de un color rojo de fuego, las sombras de las montañas parecían más oscuras, y el panorama adquiría tintas melancólicas.

Aunque la concurrencia al monasterio debía ser mucha, sus alrededores estaban desiertos.

No se oía más ruido que el rumoroso murmullo de la brisa al agitar la espesa hojarasca de las vírgenes selvas que se forman en los resquebrajamientos de los peñascos.

Y para aumentar la solemnidad de aquellos instantes, el tañido de una campana, cuyo metálico son repetían los ecos de la montaña, vino á romper el majestuoso silencio.

Era el momento de la oración de la tarde.

Los fieles debían encontrarse reunidos en el templo, congregados por la voz de la campana, que sin duda había resonado por vez primera, antes de que los nuevos peregrinos llegaran á las puertas de la iglesia.

Con el recogimiento debido traspasaron sus umbrales.

El aspecto del templo era solemne.

No tenía más luces que las que en el alto camarín alumbraban la veneranda imagen de la Virgen de Monserrat.

La anchurosa y elevadísima nave quedaba en la oscuridad.

Y entre esta oscuridad se divisaban como sombras más espesas, los bultos de los fieles, que con ser acaso muchos centenares, apenas ocupaban la tercera parte del templo.

Todos los fieles estaban de rodillas.

Todos á un tiempo depositaban á los pies de la Santísima Virgen, con religioso fervor, la ofrenda de sus oraciones.

Allá en el coro resonaron los cánticos de los monjes.

Nada más solemne y majestuoso que estos cánticos, que parecen reunir en una sola y mística plegaria, las plegarias de todos los fieles, resonando con ecos sonoros en la grandiosa bóveda, y en medio de la oscuridad.

Hay momentos en que se diría que aquellos cánticos brotan allí mismo, de aquellas tinieblas, en la bóveda del templo a donde la vista no alcanza, y que son voces que proceden de otro mundo y hablan al alma de otra vida de eterna majestad.

Nuestros amigos esperaron á que el cántico concluyera, y Beltrán preguntó á uno de los fieles:

—Decid, si á bien lo tenéis… ¿Acude el emperador á estos ejercicios?

—No falta una tarde,—contestó el interrogado.—Allí está, cerca del altar mayor, en un sitial para él preparado.

—Hemos llegado á tiempo,—murmuró Beltrán al oído de Sancho.

—Pues vamos.

—No ahora.

—¿Cuándo?

—Más tarde, cuando nadie nos vea. Ya no hay prisa, porque el emperador, si desea hablar con el penitente, no ha de ir por la noche.

Concluidos los piadosos ejercicios, cuando ya, como un eco que á lo lejos se extingue, se perdieron en los cóncavos del anchuroso templo las últimas notas del solemne cántico, la muchedumbre, silenciosa y recogida, en grandes masas de sombras movibles, cruzó la nave.

El gran patio y los alrededores de la iglesia, antes solitarios, se vieron invadidos por la multitud.

Pero esta animación duró muy poco.

Los grupos fueron disolviéndose, y cada individuo buscó su alojamiento en los albergues que rodean al monasterio.

Los tres peregrinos recién llegados se dirigieron en busca del hermano aposentador, pues sabido es que los monjes benedictinos dan aposento á los peregrinos por un número determinado de días.

Seguros de que el emperador no iría á visitar al solitario, dispusiéronse á descansar de la fatigosa subida al monasterio antes de emprender otra subida á la cueva, que había de ser más difícil y fatigosa aun.

Pero en sus cálculos se engañaron.

El emperador sentía vivísimos deseos de visitar á aquel hombre, que inspirado ó no por la gracia Divina, podía darle noticia concreta del estado de Flandes, acaso de lo que en Francia se pensara del viaje proyectado, de los peligros á que este viaje podía exponerle si la actitud del pueblo francés era hostil, y por último, del verdadero estado de la cristiandad.

Pero no quería el orgulloso emperador que esta visita al humilde anacoreta se hiciera pública.

Y convino con el prior en dirigirse á la cueva, ya bien entrada la noche.

El mismo prior serviría de guía, pues conociendo el terreno perfectamente, podía guiar sin necesidad de antorcha ni linterna.

Les acompañarían solo dos caballeros, de la confianza del emperador.

Uno de ellos sería don Rodrigo de Alcocer.

Nada de esto podían calcular nuestros amigos, y cuando se creían seguros de llegar á tiempo, llegaban tarde.

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continuabNoche de luna.

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