Desesperación de Peñasco.

MONARCA, BANDIDO Y FRAILE

PARTE PRIMERA

original de

VICENTE MORENO DE LA TEJERA

139

CAPÍTULO CXXXIX

Desesperación de Peñasco.

Se pasó otra noche.

A la mañana siguiente, y quedando ya por la popa el golfo de San Jorge, la barcaza, con su pesada quilla, se deslizaba con poco movimiento sobre las mansas ondas.

Las pintorescas costas de Cataluña se veían por la banda de babor.

Nada más bello.

La costa de Cataluña desde Tarragona á cabo de Creus, tiene un gran parecido con las poéticas costas de la Cerdeña.

Presentase ligeramente escarpada por una verde cordillera, paralela al mar.

Arranca en suave pendiente, y allí donde las azuladas ondas del Mediterráneo mueren, comienza un océano de verdura.

Y entre el verdor blanquean aquí y allí, ora escalonados en las vertientes de las colinas, ora al fondo de las radas, multitud de pueblecillos, de blancura deslumbradora.

Y entre unos y otros pueblos se tiende como una cadena de blancos eslabones, cadena formada por caseríos, quintas de recreo, llamadas torres en el país, y otras construcciones, que parecen reclinadas indolentemente en aquel hermoso lecho de verdura, complaciéndose en contemplar su belleza retratada por el espejo del mar.

Esto son hoy las costas de Cataluña, y esto, poco más ó menos, han sido siempre.

Nuestros viajeros las contemplaban extasiados.

No hay para qué decir que nuestros amigos y el hidalgo no volvieron á cruzar la palabra.

Nada tenían que decirse.

No tenían que hacer otra cosa que esperar el término de aquel viaje, para que uno de ellos emprendiera el viaje al otro mundo, del que no se vuelve.

Peñasco había triunfado nuevamente del mareo.

Y era que triunfaba siempre cuando las olas se amansaban.

Por esta vez no se entusiasmó.

Belrán le dio cuenta de lo ocurrido.

Y Peñasco no ocultó su contrariedad.

—¡Rabia de Satanás! —dijo dando un puñetazo en la borda.

—Con otro como ese haréis pedazos la embarcación, y nos iremos á pique.

Beltrán decía bien.

No estaba el vetusto casco para muchas caricias como aquella.

—¡Rayos del infierno!—continuó Peñasco.—Señor Beltrán, no esperaba que os portarais conmigo de ese modo.

—No os enojéis,

—Cómo no, ¡fuego de Barrabás! Queda pendiente la resolución de vuestro asunto…

—¿De qué asunto?

—¿Lo habéis olvidado? Faltaba decidir si habíais de ser vos ó yo quien se midiera con ese hombre.

—Y bien…

—Y aprovecháis la indisposición de mi maldito mareo para adelantaros y provocarle.

—Calmaos, mi buen amigo, no ha sido así.

—¡Maldito sea el mareo, y quien inventó los barcos, para que hombres como yo,que nunca se rinden queden convertidos en un ser inútil, en un cuerpo muerto, en un costal de paja.

—Vuelvo á deciros que no estuvo en mí el evitar la provocación.

—Sea como quiera… Estando yo á vuestro lado, hubiera recogido las palabras de ese hombre, y habría partido de mí el reto.

—Ya no tiene remedio, pero es preciso que os convenzáis de que es preferible que me bata yo. Vos, en tanto partiréis con el mensaje, que es lo que nos interesa.

—¿Estáis loco?

—¿Por qué?

—¿No comprendéis que yo no puedo partir sin ver el resultado del lance? Estaría bueno… ¡Rayos y centellas! No puedo disputaros el primer lugar. Y si la suerte os es funesta porque ese hombre parece un adversario temible, entonces me tocará á mí.

—Y si uno después de otro somos vencidos los dos, nuestros enemigos, es decir, los enemigos de doña Amparo realizarán sus inicuos propósitos.

—¿Creéis?…

—Todo es posible. ¿Qué defendemos? Los intereses de doña Amparo, y los intereses de don Lope. ¿No es así?

—Sin duda.

—Pues solo á eso debemos atender y no á los impulsos de nuestro corazón.

—Es decir que…

—Que no debemos los dos exponer la vida. ¡Ah! ¡Qué satisfacción para nuestro enemigo! Deshacerse de nosotros, apoderarse de los pliegos, presentar al emperador el de don Carlos de Silva, que pinta los sucesos como le conviene… No, no puede ser, Peñasco, os digo que no puede ser.

El escudero descargó otro formidable puñetazo sobre la borda.

Beltrán prosiguió:

—¿Sabéis lo que significa que el emperador reciba el mensaje de don Carlos y no el nuestro? Pues significa una sentencia de muerte para don Lope.

—Es posible.

—Es seguro. En ese documento aparece don Lope como un sedicioso, como un rebelde, como un comunero, levantando pendón y gente contra el emperador. Y hoy el emperador, exaltado por la insurrección de Gante, donde se propone hacer un escarmiento, daría órdenes en el acto para otro escarmiento en Castilla; es decir, para que se le cortara la cabeza á don Lope. En cambio, si el mensaje de éste es el que recibe, tened por segura la inmediata destitución de don Carlos de Silva, y mientras Ios hechos se aclaran, don Lope y dona Amparo tendrán tiempo y ocasión de refugiarse en Portugal. ¿Qué tenéis que decir?

—Nada, contestó Peñasco sombríamente.

—En tal caso, he aquí mi plan, de éxito seguro. Yo entretengo á nuestro enemigo con motivo del duelo, y vos partís con los pliegos sin perder un instante. Si yo triunfo, ya nos reuniremos. Si soy vencido, llevareis por lo menos un día de ventaja. ¿Está convenido?

—Aún no, voto á Lucifer.

—¿Cuándo entonces?

—Mañana.

Peñasco se tomaba un día para meditar.

Pero ya sabemos que la meditación no era su fuerte.

Pensar y aturdirse era en él simultáneo.

No encontraba manera de destruir los argumentos de Beltrán.

Allá en los escondidos rincones de su ofuscado pensamiento una como luz vaga iluminaba esta idea: —Beltrán tiene razón.

Pero ya conocemos la terquedad de Peñasco, y no quería

convencerse.

Esta lucha consigo mismo le desesperaba.

Y su desesperación aumentó, llegando al paroxismo, cuando al día siguiente y al remontar la barcaza el cabo de Creus, encontró mar gruesa, y comenzó á moverse de babor á estribor, de proa á popa, como si buscara un equilibrio imposible.

—¡Rabo de Satanás! Ya comienza el baile,—dijo Peñasco. —¡Maldito baile! Ya estoy perdido, más perdido que si viera bailar á todos los demonios.

No dijo más.

Todos sus esfuerzos fueron inútiles.

Trató de luchar con aquel algo superior á él, y su lucha fue estéril.

Todo lo que era fuerte y poderoso cuando sentía la tierra firme bajo sus pies, cuando notaba que su planta se apoyaba en unas débiles tablas que tambaleaban las olas, no tenía fuerzas para resistir.

Las olas doman al león del desierto.

El hombre se convirtió en fardo.

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